lunes, 3 de marzo de 2014

Etapa 05 (247) Arenal d'en Castell-Platja de Es Tamarell

Etapa 05 (247). 07 de junio de 2011, martes.
Arenal d’en Castell- Na Macaret-Port d’Addaia-Salinas-Cala de s’Enclusa-Cap de Favàritx-Platja d’en Tortuga-Platja de Es Tamarell.

Hoy empezará bien el día pero acabará de  forma más pésima imposible.

Repaso a mi estado físico
Mis pies me piden masaje de aloe-vera, pues al dedo menor del pie derecho ya se le está formando el pliegue que suele ser habitual en todos mis viajes a pie. Ayer se me magulló el izquierdo tras una serie de malas pisadas. El dedo menor del mismo pie continúa con su papiloma, que me molesta al inicio de la jornada, hasta que se va calentando. El hombro izquierdo tampoco lo tengo del todo bien; había previsto rehabilitarlo nadando, pero no nado todo lo que debiera. Me salió una pupita en el labio superior, en el lado izquierdo y, como ya se me reventó, espero que con unos baños se me acabará de curar pronto. Llevo dos días con una mosca, que sólo desaparece cuando cierro los ojos. Me supongo que algún bastón se habrá desprendido de mi retina y confío en que me iré acostumbrando a verla y acabaré por olvidarla. A veces, cuando intento matar un mosquito que sólo está en mi imaginación, me doy cuenta de que veo visiones. Resulta difícil matar lo que no existe.

Amanecer en Arenal d’en Castell
Sólo me he levantado esta noche una vez para orinar; lo hice al acostarme y ahora, a la hora de levantarme. Me despierto a las seis y, poco después, veo los pisos altos de la urbanización cómo van siendo iluminados por el sol. Desde el lugar en que estoy tumbado, saco una foto a lo que veo sobre mi cabeza. 
 


Luego otra foto de la playa en que estoy, pero todavía sin salir del saco. Aguanto sin levantarme hasta las 6:45 h, tomo la pastilla, recojo todo en las mochilas, me baño, me seco paseando por la orilla y, para las ocho, ya estoy en marcha. Salgo al paseo. Entro por las escaleras de la pizzería Whites bar y, en una terraza, veo un ajedrez gigante. Le encantaría a mi nieto Julen, que es aficionado a jugar. Algunos consideran al ajedrez como un deporte, pero no físico sino intelectual.
 
Subo hacia la carretera. Paso por el medio del comedor donde cené ayer. Sa Paella está cerrado. Sigo hasta la señal que vi ayer y asciendo las escaleras de referencia con la dirección D’Addaia. Me lleva primero a una carretera y, luego, a una rotonda, donde no sé que dirección coger. Me decido por Na Macaret.


De Na Macaret hacia Port D’Addaia
Llego al pequeño puerto de Na Macaret, donde un hombre arregla su barca. Hay una mínima playa y el hombre me dice que es la única que hay por allí y que no puedo continuar adelante pues, una vez acabado el puerto, ya no hay camino. Me extraño, porque estoy viendo una urbanización al fondo de la bahía, pero me dice que hay un río por medio. También me dice que tengo que coger una rotonda y continuar dirección Maó. 
 

Me temo que sea la rotonda por la que he venido y no me apetece desandar el camino, así que intento otra estrategia. También me añade que tras coger la dirección Maó, tengo que avanzar hasta una señal que indique Addaia. Otro señor me confirma lo dicho por el pescador, cuando va a coger su pequeño yate. Continúo hasta el final de la plataforma portuaria e intento avanzar a la vera del río pero, el camino, inexistente, me obliga a meterme en un pinar. 



Me viene bien, porque así planto un pino, utilizando la servilleta de La Guapa para limpiarme. Sigo consistente. ¡Qué bien! Voy pensando en la rotonda y pensando en tener que retroceder. Me sorprende que no haya ningún puente que comunique dos urbanizaciones tan próximas, que sólo las separa el río. Por otro lado, pienso que alguna razón habrá para que haya tal desinterés. Llego a la rotonda que me decían, pero no es la misma por la que antes había pasado y sigo hasta la desviación anunciada.

 
 Compra en supermercado
 y desayuno en Castillo
Llego a Port d’Addaia y, en Castillo, una chica está a tope atendiendo a sus clientes. Un hombre jubilado se ofrece a llevarme en su coche, siempre que no sea demasiado lejos. Suele llevar periódicos a algún lugar. No sé si lo hace altruistamente o para sacarse algún eurillo. En cualquier caso le digo que mi viaje es a pie y le agradezco la invitación. Cuando la chica se libera del agobio de los clientes, me dice que no me puede hacer tostadas y que allí nunca tienen bollería, que lo que puedo hacer es acercarme al supermercado, compre lo que quiera y que ella me hará el café. En el supermercado compro: ensaimada (0,95), croissant (0,85) y un goffre de crema y manzana (1,20). Vuelvo al castillo y pido un gran vaso de leche caliente (1,50). En conjunto, el desayuno me sale por 4,50 €. Me lo como todo y escribo en mi diario. Llevo casi dos horas escribiendo. Los clientes que van viniendo en oleadas, quieren ser servidos los primeros, nada más llegar. Ella se bandea bien con ellos y los va despachando por orden. 
 


Cuando el bar se tranquiliza, hablo con la barman (barwoman) y camarera. Resulta que es andaluza, de Huelva, y le cuento las veces que por allí pasé en mi viaje alrededor de la península, al ir hacia Portugal, en el verano de 2007, y al recorrer Andalucía y Murcia, en el de 2008, amén de con la familia, cuando mis hijas eran niñas y con el Imserso, en Matalascañas, en enero de 2008. Me indica el Corner, como referente del lugar en que debo coger el camí de cavalls. Me dice que vaya a comprar al supermercado y que puedo dejar la mochila tranquilamente en el bar, junto a la mesa. Compro York, unas lonchas de queso y un panecillo. Todo por 3,30 €. Esa será toda mi comida… y mi cena. Hoy el gasto en comida será mínimo. Vuelvo al Castillo, recojo todo, me despido y me dirijo hacia el Corner, para continuar el camino. Al llegar allí, me doy cuenta de que no he visto nada de Port D’Addaia, ni siquiera el puerto. El mapa indica un entrante de mar grandísimo. 

Caminando hacia el Este:
un bilbaíno, madrileñas y galeses
Veo que viene un hombre con aspecto de estar haciendo el camí de cavalls, y me acerco a preguntarle. Es de Bilbao, ha dejado el barco en Maó y está haciendo recorridos a pie. Él entra en una tienda que vende artículos de marinería y yo me dirijo hacia el puerto, pero una chica, con perro cagón, me dice que no hay ninguna playa y que el puerto queda muy alejado. Ella se queda cogiendo la caca de su perro y la tira a la basura y yo retrocedo hacia el Corner y, al pasar por la tienda marinera, saludo al bilbaíno y sigo mi camino. 


Inicio por la carretera y pregunto a un hombre que está haciendo arreglos y pintando la puerta de su casa. Me dice: “cuando llegues a la rotonda, coge la puerta de en medio”. Cuando llego, en realidad no hay ni rotonda o, al menos, no tiene redondo central, menos mal que una señal lo indica bien. El camino es majo y, en seguida, veo el entrante de mar que antaño fueron salinas; hoy totalmente abandonadas. Tienen agua pero están llenas de algas. Son de color verde dorado y, de lejos, parece arena de playa. Hay un barquito anclado en la bahía. 
 
Cuando voy bajando la cuesta, me encuentro con un matrimonio inglés, en realidad son galeses, que montan con su perro de caza en una lancha. Van en la misma dirección que yo, pero ellos con su motor avanzan más y veo cómo arriban a una plataforma y allí se bajan, la amarran y se ponen a caminar los tres. He fotografiado el velero y ahora a ellos en la lancha con el perro. Luego me los volveré a encontrar. Una garza pasea elegante por la salina. Tres son las mujeres jóvenes que han llegado a la vez que yo observaba la maniobra marinera de los de Gales. Les pregunto. Son madrileñas, van a Port d’Addaia, donde están disfrutando de sus días de vacaciones, y vienen del cap de Favàritx. 
 



Me informan de que, antes de llegar al faro, que me fije en una finca de la que parte un camino hacia una playa muy bonita. Me dicen que cerca hay otras playas de arena. Luego me daré cuenta de que han pasado cerca de la magnífica cala de s’Enclusa y ni se han enterado. Les enseño el dibujo de cala Pregonda, me desean suerte y seguimos cada uno su camino. Al poco rato doy alcance a los galeses, que ya llevan dos años viviendo en Baleares. Disfrutan mucho en estas islas moviéndose con su barco y haciendo recorridos a pie por ellas. Ella se ha asociado a un grupo, no sé si de montaña o de senderismo y, un día por semana, se trasladan a Mallorca para hacer la etapa que corresponda ese día. Se ve que se preocupan por conocer e integrarse en el país que los acoge. Me gustan. Él demuestra mejor castellano que ella y yo colaboro, para entendernos, con el mejor inglés que sé. Hablamos de una culebra (snap) verde y larga, con la que toparon en alguna ocasión, pero a mí no hay forma de que me venga a la punta de la lengua el nombre de víbora. Y eso que ayer vi una pequeñita, que me pereció muerta, aunque no noté ninguna herida que lo confirmara. Cuando decidí volver para atraparla en mi colección de imágenes del camino, ya había desaparecido. 
 
A veces se avanza más de lo que uno cree desde que ha visto algo hasta que toma la decisión de retroceder hasta el mismo punto y, a lo mejor, esto es lo que me sucedió ayer. También puede ser que la víbora estuviera viva y se hizo la muerta para no llamar la atención y protegerse. Bueno, la pareja de Gales ya ha llegado al punto que se habían propuesto y deciden retornar. Nos damos un apretón de manos como despedida. Ya, salvo con unos ciclistas, no me encontraré a nadie en el camino: dos al pasar un puente sin apenas agua por debajo y un chico y una chica que me han pasado, en ese orden, un poco después. Ante mí se presenta una gran cuesta.


Cala de s’Enclusa
Desde que he salido de las salinas y me he despedido de los galeses, he dejado de ver el mar. La cuesta es menos ardua de lo que parecía. Llego a un indicador que pone: “a 800 m el Pou des Caldes, veo un camino que se escora a la izquierda hacia el mar y, nada más cogerlo, para investigar, veo un mástil. Lo que me hace pensar en velero varado, y soñar con un chapuzón en el mar. Pero la playita que aparece es gris, muy sucia y con muchos troncos arrastrados por la marea y acumulados entre las piedras.  


Me acerco y veo algunos espacios de arena que me pueden permitir adentrarme en el agua, sin peligro de magullarme entre las piedras. Antes de meterme, subo unas rocas y doy un vistazo a los alrededores y veo, hacia Poniente, una preciosa playa que, Juan Torres, luego me dirá que se trata de la Cala de s’Enclusa. Quiero suponer que otro camino llevará a ella pero, ya que estoy aquí, decido pasar a dicha playa por las rocas en que ando. El problema surge en el último tramo, ya que para pasar a la cala debo meterme en el mar. Por esta razón me desnudo antes de llegar a la arena y meto toda la ropa dentro de las mochilas. Tengo que hacer dos viajes desde las rocas hasta la arena. Ya soy experto en estos trasiegos. El más reciente el paso por la desembocadura del Fluviá del año pasado. También habrá experiencias similares los próximos 2012 y 2013 en Francia. El primer viaje lo hago con la mochilita y las sandalias. No es nada fácil y la mano en que llevo las sandalias me sirve de apoyo en las piedras del fondo y, claro, las sandalias llegarán mojadas y las pondré a secar. También se me moja un poquito de la mochilita, en el triángulo bajo de los tirantes. Dejo las cosas en la arena y regreso a por la mochila que, con la experiencia primera, ya pasaré por mejor lugar y con menos dificultad. Traslado todo el material al extremo más a poniente. La lancha neumática que he avistado al llegar, ya ha desaparecido. Cuando yo me estoy acercando, ella se está marchando. Me instalo en el extremo y me doy un placentero baño, el segundo del día. El agua está fresquita, pero rica y me seco paseando al sol. Es una playa como para quedarse. Como ya estoy a poco más de 3 kilómetros del faro de Favàritx, me animo a quedarme un rato. Aprovecho también para hacer y comer un bocadillo, con el queso y el York comprados.

Juan y Ángel Torres pescan anémonas
En el barco velero no se ve movimiento y, hasta poco antes de marcharme, no avistaré más que a tres personas: una mujer y dos hombres, que retiran una piragua del agua, la izan y, en el momento en que yo me vaya, ellos también se irán. Pero lo más interesante que ha ocurrido en esta playa ha sido la llegada de Juan y Ángel Torres, padre e hijo, en su barquito. Según ellos son los marisqueros, el más viejo y el más joven, de Baleares. “Sólo hay ocho”, me dicen. Han llegado en su pequeña motora, con su traje de neopreno y con los utensilios para coger ortiguillas. No me coge desprevenido este nombre, puesto que ya las probé en Conil de la Frontera, a mi paso por la provincia de Cádiz. Allí se comen rebozadas y tienen una consistencia como de sesos pero con mucho sabor a mar. ¡Me encantan! En noviembre de 2013 las volveré a comer cuando vaya al balneario de Chiclana. Son como un tomate con filamentos, como los de las actinias, y también reciben el nombre de anémonas. “Las que cogemos aquí no son las de mejor calidad, pero también son apreciadas”, me dicen. “Las mejores son las de color verde y marrón”, añaden. También me dicen los nombres científicos, pero éstos ya no los retengo. Llevan un bidón que han roto previamente por la boca, por donde las introducen una vez atrapadas por una especie de gancho-pinza con el que las cortan del fondo. Para verlo bien, llevan una especie de embudo donde, en la parte estrecha, ponen el ojo, y que acaba en un ensanchamiento, en el que hay un cristal. Todo lo podéis ver en las fotos. No sé si el cristal tiene algún efecto de aumento de la visión. En el rato que han estado, me dicen, uno ha cogido unos 50 € y el otro, unos 60. Ha sido poco más de una hora, así que van contentos. Ahora regresan a casa para limpiarlas y llevárselas con buen aspecto al comprador, puesto que ya las tienen vendidas. Luego vacían sus bidones en otros que tienen preparados. El agua en que las traen la desparraman por las rocas de la entrada ya que, dicen: “está llena de huevecillos de las anémonas”. Y añaden: “a esta operación, la llamamos: sembrar”. “El mariscador, como el campesino, siembra si quiere recoger después.” Juan sólo se dedica al marisco, pero Ángel, por la tarde, trabaja de camarero en hostelería. Cuando sacan la ortiguilla del agua, tiene forma de pera o de higo. Ponen el motor en marcha, pero parece que no va bien. “¿Os tendré que empujar?”, les digo. Finalmente, arranca y se van. Me baño y yo también me preparo para marchar, en cuanto me seco. Sin vestirme, cargo con las mochilas y regreso al camino por donde he venido. Juan me ha dicho que el otro camino da demasiada vuelta. Y seguiré todo el camino desnudo hasta que llegue a la carretera del faro. Las únicas que me verán cómo me visto serán las vacas. No creo que haya escandalizado a sus ternerillos.


Pou de Caldes
Llego a la señal que he dejado antes y termino de ascender una cuesta que, en su descenso hacia el mar, me lleva al Pou de Caldes. Cuando llego al cartel con el nombre del lugar, lo único que allí se ve es una tapia, piedras, matorrales y otros vegetales, pero ningún pozo. Todo está tapado y abandonado. Sigo la flecha y me detengo a mirar la casa que está al frente. La miro de lejos. Siguiendo hacia la costa me encuentro con una playa pedregosa y allí dejo de ver señales que orienten en alguna dirección. En el momento en que más las necesito, éstas han desaparecido. Inicio ascenso por la montaña, pero es en balde y debo retroceder. Vuelvo hasta la casa y, ahora sí, veo el pozo. Hay un cubo atado a una cuerda, pero no me apetece lanzarlo para coger agua del fondo, pues la que veo no me da garantía de calidad. Con ello no quiero decir que sea mala (ni mala, ni buena). 


Regreso al lugar del cartel de Pou de Caldes y me doy cuenta de que antes, por mirar la casa, no había visto una entrada, una puerta, que está al final de la tapia. Por tanto, la casa, tan bien blanqueada y con puertas y ventanas tan bien pintadas, me ha servido de distractor. Voy ascendiendo hasta colocarme a la altura del faro. Llego a un pequeño prado, al final del cual hay una puerta que da acceso a la carretera que lleva al Far de Favàritx, pero no me dejan pasar las vacas y terneros que por allí pastan. Ni se mueven. Tendré que esperar a que cambien de lugar y que me dejen el camino expedito. Yo, moviéndome, provoco el traslado. Saco una foto cuando llego, desnudo como estoy. ¡Ni siquiera los terneros se han escandalizado! Una vez pasada la puerta y ya vestido, vuelvo a sacar otra foto para el recuerdo.

Faro y Cap de Favàritx
En la carretera del faro, van y vuelven coches. Será éste el único tramo de la tarde en que la presencia de la civilización contaminante es mayor. Todavía no consigo ver el faro. Tardará en aparecer. Al fin, tras dar una revuelta, lo veo. Los faros vistos hasta ahora, se podían ver desde muy lejos y llegar a ellos no resultaba sorpresivo. No ocurre lo mismo con Favàritx, ya que te lo encuentras casi de sopetón. 
 

Pero todavía queda un tramo de carretera para llegar. Antes de llegar, me asomo al acantilado y veo un gran circo de piedras y arena oscura. Pareciera un gran cangrejo (buey de mar) que cierra el círculo con sus dos potentes muelas (o patas, o garras) delanteras. En un rincón, una pareja parece que hiciera el amor; ella sentada encima de él. ¡Que sigan! Y yo continúo mi camino. Más adelante, encuentro una gran charca que, en algún tiempo los conductores utilizaban para aparcar coches y la han tenido que acordonar para que no lo sigan haciendo, puesto que se trata de un lugar de recogida de aguas pluviales que, en época de sequía, viene muy bien a las aves y otros animales para beber lo que allí se acumula. En este momento está más seca que húmeda, pero me acordaré de la charca esta noche y mañana, cuando escriba el diario, porque con el agua caída de noche, me supongo que estará a punto de rebosar. Como aquí no se puede, los coches van aparcando a lo largo del camino. Luego encontraré otra charca más plena de agua.
 

Me acerco al faro todo lo que su protección permite y todavía continúa una señal más hacia el mar. Hay esculturas hechas con piedras que parecen obra de los visitantes. Ya en los dos pilotes de acceso al último tramo, las piedras sueltas se acumulan, unas encima de otras y lo mismo ocurre en un pilar que tiene grabado el nombre de Ports de Balears. Serán algunas más las que veré luego. 
 



Después del faro, yendo hacia la punta, hay otro más pequeño, ¿se le podría llamar farito? Cuando estoy admirando el faro y el paisaje, aparece por el lugar una pareja. Ella va con un vestidito blanco con volantitos y colgantes, y dice: “qué peligroso es este camino; no se sabe dónde pisas”. Va con gafas de sol oscuras y le digo: “A lo mejor, sin las gafas, ves mejor”. Pero, tanto ella, que se queja, como él, que no, y que también las lleva, ninguno se las quita. Luego, pasado el faro y cuando bajen a la siguiente playa, ya en el Levante de la isla, les volveré a ver, pero yo ya no les seguiré. Al abandonar el faro, no me queda otro remedio que retroceder por donde he venido y regreso a la cala Es Portitxol, que se cierra por ambos lados quedando un islote en el medio. Creo que es la que he definido antes, al pasar, como un gran buey de mar.



La paternidad de Sergi
Cuando ya voy a coger el camino hacia Es Grau, pregunto a un chico que ha salido de una furgoneta (antes lo he visto dentro) a ver si le sobra agua. Tiene un niño de un año y se ha propuesto marchar para buscar más agua. Sergi empieza, aunque el niño es tan pequeño, a introducirle en la afición a la montaña. “Ahora, con la paternidad, se ven las cosas con mayor madurez”, mientras da sus últimas bocanadas al porrito que se está fumando. Dudo de que el porrito sea un ejemplo de madurez; más bien pienso todo lo contrario, pero me callo. Su mujer está dentro de la furgoneta con el pequeño. Sergi abre la puerta trasera de su furgoneta y coge un bidón, el de plástico ya está vacío y, por el grifito del que todavía tiene agua, me llena mi botella, que ya estaba finiquitando. Doy un trago, y me la vuelve a llenar. Ni me deja darle las gracias y me desea que me vaya bien por el camí. ¡Gracias Sergi! Por el agua y por tus buenos deseos.
Platja d’en Tortuga: cariñosos Queco y Marta
Ya con mi botellita llena de agua, estoy más tranquilo y empiezo a buscar una playa adecuada para darme otro baño. La que he pasado, por la que se han ido los oscuros de las gafas de sol, no me interesa. Principalmente, porque no me apetece oír sinsorgadas y también, porque no quiero molestarles. Por lo menos ya he visto que él se quitaba las gafas cuando bajaban camino de la playa. La playa hacia la que baja la pareja es la Cala Presili, pero sólo la fotografiaré de lejos. Ya me voy alejando del faro Favàritx y el camino también sigue separándose de y acercándose a la costa. 
 

Cuando llego a las escaleras sobre la platja d’en Tortuga, ya llevo un rato cruzándome con gente que viene de allí. Algunos extranjeros se muestran muy simpáticos. Al fondo de la playa, Queco y Marta se muestran muy acarantoñados. Saco foto desde arriba, antes de bajar a la playa, para tener una visión de conjunto y voy caminando por el sendero hasta llegar a la parte final, la menos habitada. Desde arriba he visto que la separación entre playa y continente, es una duna consolidada y en el interior se forma una pequeña laguna. Llegado al final de la playa, dejo los trastos, me desnudo y me doy el baño en la tercera playa del día. Me voy secando por la orilla y caminando de extremo a extremo de la playa, puesto que, entre tanto, ésta se ha ido vaciando de personal. Me tumbo a tomar el sol y, al poco rato, los granadinos se empiezan a vestir para marchar. Es entonces cuando entramos en conversación. 


Como Marta y Queco llevan un libro muy majo y detallado de toda la isla, me aseguran que ésta en la que estamos es la platja d’en Tortuga. Me viene muy bien la información para situarme en mi mapa. Además llevan mapas parciales y fotos de las playas. Al contrario que yo, que cada cosa que veo es una sorpresa, estos granaínos van muy documentados. Van a donde quieren ir. Ellos se van y yo también. Cuando llego a la zona alta y antes de empezar a bajar hacia el Sur, que una vez pasado el Cap de Favàritx ya he iniciado, saco una foto de la playa que he dejado, que prácticamente ya no se ve, y compruebo cómo el faro va quedando muy alejado. 


Sigo por el sendero y encuentro una trampa para cazar procesionaria. Hay una boca de entrada y una bolsa de basura en la que se recogen las orugas muertas. Continúo el camí de cavalls, y en una explanada encuentro a un grupo de caballos que rebuscan algo verde entre las piedras y la tierra seca. Desde el momento en que les veo rumiar, es seguro que alguna hierba ya han encontrado. También en el sendero encuentro una señal en aspa, roja y blanca, que me disuade de seguir por dicho camino.

Sa Torreta invadida por la posidonia
La siguiente playa indicada es la de en Cavaller, en una gran ensenada, pero toda de piedras, así que ni me molesto en fotografiar. Y ya sólo me queda Sa Torreta que, cuando llego, tampoco tiene interés, puesto que está invadida por la posidonia. Con sus filamentos secos, se apodera de toda la playa que, en este estado, me da lo mismo que sea de arena o de piedras. Lo cubre todo y no deja resquicio alguno para comprobar cuál es la base sobre la que se sustenta. Saco fotos de la posidonia invasora acumulada. 
 
Ya estoy pensando en dónde quedarme y buscando algún refugio por lo que pueda pasar durante la noche, pero no encuentro nada. Una casa, que podría ser un albergue adecuado para pasar la noche, bien blanqueada, está cerrada a cal y canto. También veo un árbol, que forma como un entramado con un hueco acogedor, pero además de no estar cerca del mar, no me da garantías de que, si lloviera, me fuera a ser protector.

Platja de Es Tamarell
Tamarell significa tamarindo. Veo algo, como si fuera una tienda de campaña, de color azul y blanco; también parece como si fuera un árbol blanquecino, con el tronco y las ramas pulidos, que hubiera llegado arrastrado por el mar. Me acerco, y lo que encuentro son dos bolsas de basura y un trozo cortado de saco de rafia. Pienso que, debidamente extendido, me podría servir de protector, en el caso en que lloviera esta noche. Por ello, me lo llevo a Poniente, en el lado en que me voy a quedar a pasar la noche; el lado contrario en el que está la basura. Allí hay unas piedras, con un pequeño entrante, y es el lugar más protegido del lugar, aunque me servirá de poco. En este hueco o entrante es donde coloco las mochilas. Serán las que las protegerán de la lluvia nocturna. No me apetece el baño. Como lo que me quedaba de pan, queso y York. Pasan dos chicos de Maó, que han ido a Favàritx por carretera y ahora regresan mejor por este camino. Me acuesto temprano. Son aproximadamente las nueve y media. Me he dado un masaje de Aloe-Vera en los pies y me he embadurnado de antimosquitos: cara (nariz y orejas), cuello y hombros, pues la albufera está en el interior. El día ha sido muy bueno y la noche está estrellada. Se me ha olvidado orinar antes de meterme en el saco y, una vez masajeados los pies, no me apetece salir. Me las prometo muy felices. Me despierto a no sé que hora de la noche y salgo del saco a orinar. Miro el firmamento y no logro encontrar la Osa Mayor. Me vuelvo a dormir.

Balance del día
Ha sido una magnífica jornada, con bonito camino. Donde más he disfrutado ha sido en la cala de s’Enclusa y en la platja d’en Tortuga. Comida y cena frugales. Un día con poco gasto. Encuentros bonitos con los últimos marisqueros de la isla, con Sergi, que me provee de agua y con los granadinos que me han informado en Tortuga. Otros gratos encuentros con el bilbaíno, las madrileñas y los galeses. También he sido bien atendido en mi desayuno en Castillo de Port d’Addaia. Geográficamente, ha sido interesante la finalización del Norte y el inicio, a partir del Faro de Favàritx, de mi camino por el Este hacia el Sur. Para dejar buen sabor de boca, la tormenta nocturna la cuento ya como del día siguiente. Será demoledora.

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